miércoles, 28 de noviembre de 2012

Cien años luz.

Hay un momento en la vida, en el que te das cuenta de que has empezado a querer a alguien de forma inevitable.
Es un punto clave, el límite entre la curiosidad y la atracción, entre el deseo y el amor, entre la indiferencia o el dolor. Ese punto, esa barrera que separa esos dos conceptos tan distintos, a veces es casi imperceptible, a veces es casi imposible de prever, no sabes cómo parar a tiempo ni cómo detenerte antes de cruzarla.
Pero un día te levantas con unas ganas casi inhumanas de ver a esa persona, de tocarla, de estar a su lado. Te levantas y lo primero que piensas es en que darías lo que fuera por ser lo primero que viera al despertarse, por conocer su sonrisa medio dormida, sus ojos medio cegados por la luz del sol, para que te pidiera cinco minutos más en la cama, y tener que sacarla a besos de allí. Por oír sus pasos descalzos por el pasillo, el sonido del agua en la ducha, el olor a champú de su pelo. Te encantaría alborotáraselo, ver como se come las tostadas y se quema con el café, sus prisas, sus 'llego tarde al trabajo', observar sonriendo como corre de un lado a otro buscando sus zapatos, el beso de despedida. Pasarte el día pensando en su sonrisa y en lo que la echas de menos. Sus ojos. Su boca. Su piel. Una llamada para oír su voz. Un 'te quiero' al otro lado de la línea. Y luego volver a casa y saber que esa persona te estará esperando, o que tú la tendrás que esperar. El sonido de sus llaves. El brillo de sus ojos, a diez centímetros de ti. Una manta, el sofá y su película favorita, que a ti te aburre pero te la tragarías mil veces con tal de ver lo que se sigue sorprendiendo al ver el final, cogerle la mano. Mirarla. Pensar que no habrías podido encontrar a nadie mejor. Una cena improvisada. Un postre aún más improvisado. Su piel, tu piel, tus labios, su aliento, la respiración que se acelera. Las sábanas en el suelo, un cigarrillo de buenas noches. Risas, sonrisas, y acostarse a su lado hasta que su respiración se vuelve más pausada y te duermes porque sabes que ya lo ha hecho. Y despertarse enmedio de la noche después de una pesadilla y seguir viendo a esa persona ahí. Contigo. Y tener la certeza de que no te puede pasar nunca malo.
Una vez llegado al punto en que cruzas esa línea, todo eso se convierte en la rutina que querrías alcanzar por encima de todo. Y duele, duele mucho cuando además, esa persona está por encima de todas tus posibilidades y de todas tus mil maneras de demostrarle que la quieres. Cuando el amor está por encima de nosotros se crea una cicatriz profunda en el corazón y cuesta, cuesta mucho cerrarla por mucho que te empeñes. Cuesta no cerrar los ojos y ver su sonrisa, y saber que es otra la que se duerme entre sus brazos. Cuesta no mirarla y sonrojarte, sentir el corazón acelerado, los latidos cada vez más rápidos, la respiración sin función alguna... Cuesta mucho querer a alguien y tenerlo a cien años luz.
Quizás es un amor idealizado, una ilusión, algo que ni siquiera es real pero a veces parece tan fuerte que llegas a creer que si no consigues estar a su lado jamás tendrás la capacidad de querer a otra persona. Porque aunque sea algo de lo que te quieras desprender, algo que intentes olvidar, te basta ver su mirada, su rostro, su sonrisa una vez más para volver a caer. Basta una milésima de segundo para entender que darías lo que fuera por abrazarla y no soltarla nunca.