Tengo miedo de
quedarme a solas conmigo. Tengo miedo de que el inconsciente me traicione y me
susurre al oído todas las cosas que sé que van a pasar, pero que aún no quiero
oír.
Tengo miedo de
tener que despedirme. De que la realidad me golpee con toda su fuerza y me mire
sonriendo, pensando “pobre ilusa, nunca ha habido opciones de acabar de otra
manera”. Y tengo miedo de mirarme al espejo y fijarme en mis ojos. Tengo miedo
de perder el brillo, de sentirme así de vacía el resto de mi vida. Tengo miedo
de que esto pueda conmigo.
Tengo mucho miedo
porque es injusto ganarse el cielo poco a poco y que te lo arrebaten en un
segundo.
Echaré de menos
cada momento que he estado a tu lado, y sé que una vez me marche, miraré las
fotos, las cartas, las llamadas con nostalgia, intentando deshacerme a toda
prisa el nudo que se me formará en la garganta para no echarme a llorar. Y si
algún día nos cruzamos por la calle, fingiré que no me rompe(s), que ya ha
pasado, que soy feliz, que me encanta mi nueva vida.
Pero tú y yo
sabremos que no es así.
Es muy difícil aprender a afrontar un final. Se necesita un valor enorme que ya no sé dónde buscar. Por una vez, me gustaría que la valiente fuera otra. Me gustaría admitirlo, ser cobarde, esconder la cabeza, bajar la mirada. Que hoy no quiero afrontar mis problemas, que no quiero ni siquiera pensar que existen. Que aunque suene a tópico, lo que yo quiero es ser feliz, y es que aquí lo he sido tanto...
Cuando la sombra
de estos pensamientos amenaza con volver a invadirme las emociones, me sacudo
un poco el alma, relativizándolo todo como he aprendido a hacerlo después de
tantos años. Pero hoy, ahora, no quiero. Hoy quiero darle la importancia que se
(me) merece. Y quiero quejarme como una niña, y quiero estar triste porque es
lo único que se me ocurre. Y me escondo debajo de las sábanas, intentando no
dar rienda suelta a todo esto, pero otra vez, el maldito miedo, me atenaza las
fuerzas.
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